Chapter 7: VORÁGINE
Los sacerdotes del templo cuidaban con celo un libro de aproximadamente 200 hojas. No tenía cubierta y su escritura antigua sobresalía de entre sus descripciones y dibujos. Para las generaciones de los Reyes de Valtoria el libro era la reliquia que presidía sus ceremonias religiosas y políticas aunque el pueblo tenía una idea más esotérica sobre este. Se murmuraba que debido a su escritura el esfuerzo requerido era sobrehumano para desentrañar el significado de sus palabras. Pero se tenía la seguridad, que una vez entendidas estas no tardaban en cumplirse. No se conocía la fecha exacta de cuando pudo haberse escrito. La autoría se le adjudicaba a un hechicero anónimo de la tercera dinastía de Valtoria, en el 450 d.C. Se cree que un consejero del palacio había tenido el don de comunicarse con los muertos al ingresar con el Rey de las profundidades, Plutón, al descanso del más allá.
Cada Rey que sucedía el trono, con curiosidad, escuchaba las hojas dedicadas a su administración y era una costumbre leerlas durante su coronación. Cuando el Rey Vorgath se sentó en el trono le trajeron el mentado libro para interpretárselo. Las páginas destinadas para su reinado eran las más deterioradas, por lo que, algunas palabras o frases habían sido borradas por el tiempo y complicaban su discernimiento. Sin embargo, la poca información que lograron los sabios descifrar escandalizó a sus acompañantes. Si bien, se pronóstico que las buenas cosechas y la adjudicación de un territorio en disputa con el reino de Galvornia extenderían su fama, luego se anunciaba un pueblo cansado y revueltas. Asimismo, el Rey tendría dos hijas, siendo la primera, la que subiría al trono aunque con un futuro nada prometedor. El fragmento, respecto a esto, no lo recuerdo con exactitud, pero si recuerdo el gran asombro de los que escucharon. Las palabras guardaban sombras y melancolías para esos años venideros haciendo que todos se sintieran perdidos y olvidados. Se hablaba también de un mortal enemigo que atentaría contra el palacio.
Los adivinos ante tales revelamientos declararon que no había forma de predecir algo con certeza, más creyeron que yo sufriría las consecuencias de la mano malvada del enemigo antes de subir al trono. Por su parte, los consejeros, firmemente, dijeron que contraería matrimonio con la persona que arruinaría el reino y que por lo tanto, acabaría convirtiéndome en su enemigo. Estos motivos incitaron a que mi padre buscara con cuidado el próximo Rey. Así, terminó arreglando mi matrimonio con el duque Boris, que de hecho era un lejano pariente suyo y que era conocido por su lealtad al Rey, pero para mí solo era un hombre engreído y egoísta. En él no
brillaban las virtudes que siempre se las dieron para que sea digno de mí.
☆ ☆ ☆
Abrí la carta conmocionada al ver la firma de su nombre. ¿Cómo era posible? El ruido del papel doblado a la luz, de los arreboles, del atardecer encrispaba mis nervios.
"Fue una decisión difícil y romperé mi promesa. Es imposible esperar más. Tu padre tiene cautiva a mi hermana y ella no debe sufrir ultrajes por acciones que nunca hizo. Lo siento. Atacaré el castillo. Es inesperado. Te escribo para que puedas ponerte a salvo antes de que llegue".
Desde su huída, tan solo habían pasado dos meses. Su modo de ver y hacer las cosas me trastornaba. Mi padre lo buscaba, con furor, por las inmediaciones del castillo. Lo quería vivo. Mientras Vorgath deseaba hacer rodar su cabeza por las calles del pueblo, en cambio, él había decidido venir hacia el Rey para liberar a su hermana. Me prometió que no volvería a pisar el reino hasta que fuera su soberana y mintió. Consideré que si él me alertaba de su decisión debía ser porque confiaba en mi silencio. Vacilé. Enseguida, tomé su arremetida como una traición. Después, pensé en su hermana. Una joven de mediana estatura y de cabellos oscuros que por su lazo de consanguinidad sería asesinada tras el juicio. Iban a matarla por solamente ser su hermana. No era justo. Ella no había participado en las revueltas que habían armado "Los radicales", ni siquiera compartía sus ideales.
Luego, pensé en Jungkook. En su fama de criminal peligroso, como todos afirmaban. Yo sentía que no era así y eso era perceptible al entablar una conversación con él. Su forma de expresarse delataba muchas horas dedicadas a los libros, además, era cortés y empático con la gente.
—Pero la felicidad es una cuestión filosófica, algunos creen que ni siquiera es universal… —dije—. Olvídalo —agregué después, pensando que no entendería.
—¿Aristóteles o Epicuro? —preguntó con una sonrisa.
Eso me era suficiente. Sabía que era inocente de los delitos atroces que se le atribuían. Un criminal no gastaría su tiempo leyendo filosofía cuando debería adiestrarse en su labor y tampoco tendría ideales nobles como eliminar la crueldad y la injusticia ejercida en la gente. Durante su encierro en el castillo sufrió mucho y entendía que no soportaba el hecho de que su hermana pasara por eso. Ella era menor a él y había sido llevada a prisión por su supuesta participación en la planeación de robos y asesinatos con los "Los radicales" en los almacenes más prestigiosos de la capital de Valtoria. Hace algún tiempo, me había comentado que tenía una hermana pero nunca fue a mayores detalles, la verdad, parecía que ella no estaba de acuerdo con lo que hacía.
Cuando Jungkook llegó, ya era avanzada la noche y nadie lo supo. No lo notaron ni los guardias reales, ni los sirvientes que a esa hora se recogían a sus camas. La señal inminente del invasor consumía rojiza el cerco de pinos, que separaba la fortaleza del jardín, en medio de la tranquilidad oscura de la noche. Más tarde, a lo lejos, también comenzaron a arder los graneros que contorneaban la gran prisión. Mi ventana mostraba con fidelidad el escenario de llamas juguetonas y malignas que carbonizaban todo a su paso. La gente corría por todos lados buscando agua mientras el fuego crecía y arrancaba con sus grandes llamaradas el color verde opaco de los árboles para trocarlos en gris. Cenizas eran esparcidas por la brisa y rozaban el ambiente tibio de mi habitación.
Concentrada en el poder de aquel calor abrasador, una voz me ordenó que saliera. Dos consejeros de mi padre me llevaron a las afueras del palacio. Se encaminaban hacia las caballerizas con sus capas rojizas.
Apresuramos el paso cuando una flecha rozó los pliegues de mi vestido. Me desorienté cuando una nueva flecha atravesó la mano del que estaba a mi izquierda. Perdí el rumbo. En medio de arbustos ardiendo y flechas cayendo del cielo llegué al lago. El corazón me presionaba el pecho. Me acomodé entre las hojas de unas moras silvestres. Me herían sus espinas pero era una molestia soportable.
La hierba dorada por el sol, crujía, crujía y crujía cada vez más cerca. El canto de los grillos se detuvo. Hojas acariciadas con cautela. Respiración ansiosa.
—Es de la nobleza. Podemos pedir un rescate.
Unas manos gruesas palpaban mi rostro. Cuando vieron una de mis sortijas sonrieron aún más. Se la enseñó al otro.
—Él nos dijo que no hagamos rehén a nadie.
Quise lanzarme al lago pero el primero me alcanzó. Antes de que pueda morder su mano me desvanecí entre tonos opacos. Se nubló mi vista.
Cuando desperté no sabía mi ubicación, ni los días que había estado fuera de la fortaleza de Valtoria. Estaba en un cuarto nauseabundo en donde la luz del sol se escurría por debajo de una puerta leñosa.
☆ ☆ ☆
Anochecía. Ardía una hoguera y apenas distinguía los rostros que me observaban. Esperaban a su jefe, el cual iba a encomendar a su hermana al cuidado de una viuda que vivía en un desvío del camino Valtor. Lucían trajes desgastados y medianamente encenizados. Me dijeron que apartara todas las joyas que combinaban con mi atuendo. Un joven de chaleco café y pantalón negro sostuvo en sus manos mi collar, lo revisó con detalle y se lo guardó en los bolsillos. Parecía que todos aguardaban en silencio su sentencia.
—¿Ya comió?
—Denle la comida que guardamos hace una semana. No debemos desperdiciar —dijo burlón el joven de chaleco.
Sobre el polvo pusieron un trozo de carne putrefacto que al instante atraería con facilidad a las moscas. Estaba casi descompuesto y su olor me hizo retroceder a pesar de estar arrodillada.
—Piense que es uno de los manjares del palacio. Adelante —dijo una vocecilla perdida y sin rostro.
—Quiero irme —dije desafiante.
—¿Por qué? Debes estar aburrida de vivir entre tanta opulencia, no es malo probar otros sabores o conocer otros lugares.
—¿Qué quieren? ¿Por qué me trajeron aquí? —pregunté.
—Tu collar me dice que no eres alguien simple de la nobleza —respondió el de chaleco—. Tu padre, el Rey debe estar angustiado. Pero... nosotros no somos personas crueles solo buscamos eliminar la escoria del reino.
—¿Son ustedes, cierto? —afirmé— "Los radicales"...
El joven se acercó con cautela y con el pecho henchido.
—¿Qué pasaría si aparece muerta la heredera al trono?
Ordenó que le trajeran una soga. Dos hombres me levantaron del piso. Ató mis manos por la espalda.
—¡Suéltenme!
—No. Quiero responder esa pregunta —dijo curioso.
Las luces de las luciérnagas se esparcían por el velo de neblina que tendía la noche.
—¿Por qué me quieren muerta?
—Solo así acabaremos con el déspota de tu padre —gritaba una multitud de hombres.
—Yo no soy como él. Yo soy diferente —expliqué como si aquellas palabras los hiciera desistir por completo de su macabro plan.
Uno de ellos empezó a halar la soga que sujetaba mis manos, haciéndome retroceder.
—¡No morirás a espada! Descuida. Morirás como los hombres explotados por tu padre, sin comer y bajo un sol abrasador.
—¡Así deberían morir ustedes!
El sonido de unos cascos se anunció a la distancia. Todos se paralizaron. Se llenó de motas de polvo el airecillo que venteaba.
—¿Ya ordenaron la leña?
Nadie respondió.
Por el frío, el hombre llevaba una capa que le cubría la cabeza. Se la sacó y se la dio a uno que llevaba por las riendas a su caballo. Se extrañó de ver a tantos de sus hombres alrededor mío. La oscuridad le impedía reconocerme.
—¿Qué hacen? —preguntó extrañado.
Silencio.
Sus botas se acercaban. Los otros se inmovilizaron.
—¿Quién es?
Se acercó más. Se detuvo cuando notó que estaba retenida en contra de mi voluntad.
—¿Quién la trajo? ¿Quién fue? —preguntó airoso.
—La encontramos por el camino —balbucearon.
—¿No me entendieron? No quería rehenes. Menos del palacio. ¿Quién fue? —dijo a la vez que en su frente surgían algunos surcos.
El viento envolvía nuestras cabezas.
—Rasumikhine, dime, ¿quién fue? —dijo tomándolo por los hombros.
El hombre tartamudeó antes de dar una respuesta.
—¡Son unos malditos! —su dedo índice los acusaba a todos—. Idiotas. Debemos regresarla antes de que su padre nos queme vivos.
—¡No!... Podemos usarla en contra de él —dijo por fin el hombre de chaleco—. Si amenazamos al Rey, se retractará de todo lo que nos ha dicho y ha hecho.
El líder lo tomó por el cuello de la camisa y lo golpeó en la cara. Los hombres empezaron a retirarse asustados.
—No hace falta usar la violencia —le increpó llevando su mano a la boca.
—Mañana mismo se irá. Tú te encargarás de eso. ¿Me entendiste?
—Piénsalo bien. Podemos sacar algo a nuestro favor —le insistió.
—¡No! —lo tomó de nuevo por su camisa— mañana no la quiero aquí.
Se alejó a paso lento y los demás lo siguieron. Jungkook apagó con sus pisadas el leve fuego de la fogata.
Desenvainó la espada de su cinto.
Me sofocó un sentimiento de miedo al ver que blandía una espada en la mano. El trato que me habían dado sus hombres hizo que las dudas me envolvieran. Debió notar mis facciones desencajadas.
—Tranquila. No volverán a hacerlo.
—No te acerques.
Su mirada oscura me atravesaba.
—¿Cómo podría hacerlo si fuiste la única persona que se compadeció de mí en el palacio?
Enseguida, rompió la cuerda que entrelazaban mis manos.
—¿Estás bien? —dijo acomodando una de las mangas de mi vestido sobre mi hombro.
Mi vestido azul claro, lleno de pliegues se había roto en los bordes y en la parte superior asomaban agujeros que indicaban mi forcejeo con aquellos hombres.
—Sí.
Me llevó a una de las tiendas. Me ofreció comida y me aseguró que partiría en la mañana. Me llevaría Jin, el hombre a favor de retenerme. Más al día siguiente me sentí presa de mil temores y creí que lo mejor era pensar sobre las cosas que acontecían en el palacio por algunos días. Temía enfrentar a mi padre y su decisión de hacer público mi casamiento.
—Por favor, deja que me quede unos días más. No serán muchos.
Él estuvo de acuerdo. Le agradecí.
Semanas después, las nubes negras desaparecían en el horizonte, anunciando el verano y me convertí en uno más de ellos. Cuando quise ponerme en marcha, ya era muy tarde, mi posición sería clara. Mi padre no me recibiría, pues solo hallaría la forma de deshacerse de mí.